Colores, encuadres, tonos en el cielo. Música que cae
como un bálsamo.
No sé qué tan profundo pueda ser para describir lo que me
ocurrió al ver La la land. Extrañamente en las últimas semanas aumentaron mis
expectativas al respecto, luego de obviar el prejuicio respecto a los musicales,
considerando que no he visto ninguno de los clásicos.
Más bien me centraré en lo que me ocurrió al llegar a
casa. Me sentí feliz, con gran bienestar recorriéndome por dentro y obligándome
a comentar la película con mi polola. Salvando las proporciones, quizá nos
sentimos identificados, pues siempre cantamos y cambiamos las letras a
canciones famosas o que nos agradan para molestarnos uno al otro y reír.
La risa. Creo que es un combustible fundamental en
nuestra relación, y por fortuna, suena desde aquellas canciones que nos
conmueven y nos obligan a subir el volumen.
Inclusive, en un momento jugamos a cómo bailaríamos en
escenas similares a las de la película, una fantasía visual que oculta tras de
sí una sencilla pero bella reflexión respecto a todo lo que se debe perder para
alcanzar la realización personal y profesional.
Perder para ganar. O dejar para ser feliz. Inclusive al
amor de la vida, al que le prometes, idílicamente, amor eterno.
Nuestra vida (la de ciudadanos comunes alejados del
pituto) está llena de grandes derrotas, y pequeñas y valoradas victorias.
Nuestro sino está escrito, por mano celestial o capricho
del destino.
Y en tanto, deseamos moldearlo según los que nos dicta el
más irreflexivo corazón.
Por ello es bueno cantar, bailar y disfrutar de la
música, el amor y la buena conversación mientras nos planteamos que podría
haber algo mejor, oculto, allá en el horizonte.
Los anhelos no conocen límites. Pero si se alcanzan, algo
o algo siempre saldrá damnificado, sin derecho a reconstrucción.
Por mientras, no hay que perder la oportunidad de
levantar la cabeza y disfrutar de los diversos tonos del cielo, y mentalmente,
cantar y bailar.
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