Coquetearle a la suerte


"El ser humano sólo debe concentrarse en el proceso, no en el resultado exitoso de este. Sólo el proceso está en sus manos. El cómo resulte está fuera de su rango de acción. Fijarse, y disfrutar el hacer, poner toda la energía en él. Lo demás, lo que espera en la meta, ya no depende de uno". Una idea de esta índole, que trato de reproducir según lo que mi memoria me entrega hoy, leí hace unos días por ahí. El texto finalizaba con la creencia de cada quien en Dios, el destino, la vida, los astros, el viento, etc., para encomendar allí el resultado de nuestro empeño personal. La reflexión venía a pito del eterno dilema existencial en torno al éxito o fracaso de nuestros esfuerzos, y como una suerte de antídoto ante los gurúes de la autoayuda que pregonan que todo está en uno, que sólo allí radica la causa de nuestras luces o oscuridades. Algo que no sólo está en boca de este grupo de hacedores de alegría, sino que también es la base del sistema chileno, que siempre nos ha ofrecido, con luces de neón, cada letra de la palabra meritocracia. Cada quien escribe su camino y carga sus cruces y sus trofeos, pero siempre depende de qué lado del cara o sello estás para hablar, con fundamentos, sobre cuánto hay de ti y cuánto de suerte en tus logros. Cada quien sigue sus convicciones, y se autoconvence de ello. Es una de las gracias de la libertad, ¿no? Días más atrás, antes de toparme con esta frase/idea citada, oí en el colectivo una conversación donde una pasajera le contaba al chofer sobre su hijo. En la parcelada comprensión, sin contexto, que pude urdir en mi cabeza, retuve que su hijo está aquejado de una enfermedad muy grave que le impide un desarrollo, digamos, normal, que los doctores nunca le dieron buen pronóstico, pero que pese a todo, sigue vivo; postrado, pero vivo, y dando cada día pequeños signos, pasos que tenían muy emocionada a su madre. Antes de bajarme del vehículo, lo último que oí fue cómo este niño había llegado gateando un día desde su cama a la cocina, donde su madre, muy sorprendida, lloró de emoción. Ya camino a casa me resultó imposible no sobrecogerme con esa historia. Estoy seguro que así funciona la empatía. Y también la forma en que, a veces, logramos dimensionar el fondo y largo del vaso donde todos los días nos ahogamos un poco, o totalmente. De seguro, ese día me emocioné luego de, como cada noche, hacer dormir a mi hija y ver cómo descansaba en paz, haciendo una pausa a su mundo infantil, al que siempre intento procurar brindarle las más grandes dosis de afecto y seguridad que puedo entregar. Que mi mente, corazón, bolsillo y etc. le puede entregar. Pero ahora, luego de tener ambas situaciones en mi cabeza (lo de los procesos y la historia de la señora y su hijo), tecleo esto e imagino un nuevo encuentro en el colectivo con esta desconocida, donde la insto a seguir edificando con ganas su proceso, a que continúe concentrada en el presente, y con fe, aguarde seguir torciéndole la mano a su destino. Ojalá cada noche agradezca sus pequeñas victorias, pues, como dijo Aristóteles, la felicidad no es un estado, es una actividad. Si queremos ser felices, tenemos que trabajar en ello. Ponerle ganas al proceso y disfrutarlo, atraer y coquetear con la suerte, aunque sepamos que siempre seremos los últimos de la carrera. Anclarse al presente y sus pequeñas victorias, que mañana, podrían ser los ladrillos faltantes para el castillo final de la felicidad, donde, de seguro, todas y todos aspiramos a vivir.

Comentarios

NUBIRI dijo…
Sigue tu don y encontrarás el camino