Abrir la puerta a la locura


¡Es una locura! Dijeron varias voces, que finalmente, se perdieron bajo el viento de aquella tarde de noviembre. Pero el caso es que la idea ya era un hecho. Las personas, mujeres y hombres, estaban ya sentadas ahí. Dando la espalda a los ventanales, pero ya puestos y dispuestos, lápiz en mano -e ideas en sus inquietas cabezas-, para recorrer sus libretas con lo que, en esos precisos retazos de tarde, les dictaba algo similar a a la imaginación. Eran personas concentradas, como debiesen actuar quienes profesan aquella extraña profesión de papel y tinta. Pero antes, para llegar a ese momento, las personas del barrio estuvieron dispuestas a ser parte de esa extravagancia primaveral. Con tijeras, podadoras, palas, escobas y todo lo que tuviesen a mano, acomodaron el verde del espacio, esos largos rectángulos dispuestos justo entre las veredas de sus casas y la calle. Luego, y ante la anonadada mirada de perros y gatos -estos últimos, muy cómodos observando desde las ramas de los árboles-, fueron instalando las sillas, sillones, reposeras, columpios y todo aquel mueble que resultase confortable. Luego, ingresaron a sus casas, se sentaron en sus livings y aguardaron la llegada. Algo, o quizá una especial estela de confianza palpitaba en su silencio durante la espera. Cerraron los ojos, se tomaron de las manos y de sus labios salieron armónicos pero inentendibles murmullos. Quizá fuera una oración, o tal vez, un mantra, un ruego, una plegaria. Un lenguaje pronunciado al unísono en varias casas que deseaban esa locura. Hasta que el movimiento de las colas de los gatos fue un anticipo de lo que vino: los asientos comenzaron a ocuparse. Algunos algo tímidos, otras, palpando la comodidad de lo preparado, fueron acomodándose, lentamente. La mayoría miró al cielo, a los árboles, a los gatos o al pasto. Y luego, como si estuviesen conectados por una partitura que dictaba el sol con sus últimos rayos que se ahogaban en la tarde, todo ese grupo de recién llegados, poetas cercanos y lejanos, comenzaron a incendiar sus libretas con belleza, con los signos de una lucha que el grupo de vecinos querían comenzar a dar. Desde sus livings observaban en silencio, felices, alborozados, ansiosos. Lo único que deseaban era que llegase la señal, el momento cúlmine: cuando quien escribió poemas allí afuera los invitase a salir y acomodarse en el pasto, en ese espacio por décadas inutilizado, para oír directamente de sus bocas la torsión de palabras hechas para vencer al tiempo y la penumbra de su rotación acelerada. Un momento cúlmine, maravilloso, para clavar una bandera en la memoria y cerrarlo con un fuerte abrazo entre todas las personas. Un abrazo de versos para vencer al olvido y atraer el destello de un relámpago justo allí, en el espacio inútil de un barrio dispuesto a abrir su puerta a la locura para siempre. 

Comentarios

NUBIRI dijo…
Un abrazo de versos... 💘