Memoria de una mañana de noviembre


La persona apura sus pasos, pero cambia la ruta. Quiere pasar por allí y verla con otra perspectiva. Camina por el bandejón central de la Avda. de Aguirre. Es una mañana fría y gris, en plena primavera, tal como le gustan los días. La persona se regocija en eso. En su mente se entremezcla el paisaje presente: grandes árboles, pasto, tierra y nubes en lo alto; con un paisaje visto de forma parcial en una película. Son escenas de un lugar que no conoce pero que le gusta. Allí, la cámara abraza a un escolar que corre, con el corazón roto y muerto de pena, por playas y campos húmedos, donde el tono que envuelve todo es igual al de sus emociones: la angustia de que todo está perdido. Pero la persona de acá, la que transita por la Avda. de Aguirre, no piensa en pérdidas. Acumula derrotas, claro está, como cualquier ser humano. Pero hoy, su corazón se acelera, se aprieta y se hace uno con la memoria. Cree que hizo bien al enfilar sus pasos por el bandejón central. Quiere verla desde otra perspectiva, y quizá, tomarle una foto. Su cabeza continúa enredada con las secuencias del filme, que mostraba a un Gales acomodado en el invierno, mientras su rostro se bendice con el aire gris de este otoño insertado en primavera. Hasta que llega. Observa, su mirada hace un paneo orgánico y espera el instante preciso en que el espacio esté despejado. Aguarda unos segundos, desaparecen los autos, los transeúntes y dispara encuadres horizontales con su teléfono. En esos breves instantes, la memoria burbujea como una tetera hirviendo y le ofrece al corazón escenas desordenadas, no muy limpias, pero que inexorablemente pertenecen a su infancia. Una infancia de hijo único ubicada dentro de dos piezas que fueron su primer hogar. Porque estos recuerdos no tienen fachada; son de la puerta hacia adentro. El frontis de ese primer hogar ya no existe, al igual que el barrio. No queda ninguna seña para ubicar, geográficamente ese lugar, cuyos terrenos pertenecen ahora a departamentos, restaurantes y locales comerciales. Sus recuerdos solo son imágenes perdidas y entrópicas que intentan asirse a algo concreto. Quizá sirva buscar fotos de aquellos años en la casa de sus padres, se dice en silencio, mientras suspira y continúa su andar pensando en cómo los recuerdos, a veces, también necesitan de una huella, una seña, un trozo de algo físico y concreto. Las casas, los barrios, las vidas, se venden, desaparecen y se pierden para que se instale una nueva capa de vivencias que no tienen la menor idea de lo que está debajo de sus cimientos. Más bien, de lo que murió bajo su actual piso flotante. La persona toma la micro de vuelta a su casa, ajusta el volumen de sus audífonos y piensa en revisar una cita que subrayó de un libro que, por eso días, lee con interés. Allí, un fotógrafo chileno dice: "Yo creo que la memoria no tiene orden. Las cosas se juntan y se separan de una forma misteriosa y sin un plan previo, y eso me gusta, me seduce". Obviamente a la persona le encanta esta frase.  Vuelve a leerla varias veces mientras recuerda esa mañana en que la serendipia giró, como un pequeño torbellino, sobre sus recuerdos y le llevó a fotografiar la única casa que se conserva en pie de lo que fue el barrio donde dio sus primeros pasos. Cierra el libro y agradece que tantas cosas se junten y separen de forma misteriosa. Qué bello ese misterio, se dice, mientras vuelve a mirar la fotografía y se siente feliz de conservar, aún, algunos recuerdos de sus primeros años. Recuerdos que no se venden (¿a quién le podrían interesar?) y que no sirven para edificar cosas nuevas sobre ellos. Recuerdos carentes de orden. Recuerdos sin un plan previo. Recuerdos que van y vienen, justo en medio del arte de hacer algo en las pocas estaciones libres que recorre el acelerado tren del día a día. 

Comentarios

NUBIRI dijo…
Nostalgia pura. Hermoso texto
NUBIRI dijo…
Hermoso y nostálgico texto